La semana pasada, un amigo me invitó a pasar el fin de semana en su casa. Él vive en Chaclacayo, y me dio indicaciones precisas para llegar:
"Bajas en la Estación Central del Metropolitano, caminas tres cuadras hasta llegar a la Av. Paseo Colón, y ahí hay unos jaladores que te embarcan rumbo a Chaclacayo."
Salí de la casa de mi amiga en Comas, tomé una mototaxi hasta la estación más cercana del Metropolitano y pregunté a un señor:
—¿Dónde es la cola para ir a la Estación Central?
—¡Allá! —me dijo, señalando con la barbilla.
Así que fui, me formé en la cola y esperé mi turno, según yo, para la Estación Central. Fue entonces cuando lo vi.
Medía fácilmente un metro ochenta, y desde mi mundo a ras del suelo, me parecía una torre. No era solo su altura —era su presencia—, sólida, ancha de hombros, como si el mundo rebotara al chocar contra él. Su piel estaba marcada por historias en tinta: tatuajes que trepaban desde las muñecas hasta perderse bajo la ropa, cruzando el cuello como ramas oscuras de un árbol secreto. En ambas muñecas, llevaba pulseras metálicas con púas pequeñas, como si su cuerpo necesitara advertencias adicionales. En el labio inferior, un pequeño punto de metal dorado brillaba apenas, como una chispa insolente. Todo en él decía “no te acerques”, pero sus ojos —aunque fugaces— decían otra cosa. Algo menos áspero. Algo que se sentía... casi familiar.
Tremenda figura.
Sonreí tímidamente y pregunté:
—¿Esta es la cola para el bus?
Me miró rápido, apenas un gesto, y dijo:
—Sí.
Subí al carro. Estaba lleno, y terminé parada justo al lado de él. No me atrevía a mirarlo. Me refugié en la pantalla del celular, escribiéndole a mi amigo para contarle dónde estaba, como si eso bastara para anclarme a la realidad.
Pero el calor empezó a envolverme. Me quité la chompa, abrí la casaca, guardé los guantes y la boina de lana en la mochila con movimientos torpes, sintiéndome cada vez más consciente de su proximidad. El bus avanzaba, y yo apenas lograba sostenerme entre los empujones. Él, en cambio, no se movía. Estaba allí, firme, como si su sola presencia organizara el caos a su alrededor.
Seguíamos avanzando, hasta que lo vi: el letrero iluminado que decía Terminal Naranjal.
Me reí por dentro.
Había tomado el bus equivocado.
Pero, por algún motivo, no me molestó.
Asustada, bajé del bus confundida, nunca habia estado ahi, caminando como un zombi entre la multitud, pensando: ¿Ahora qué hago?
El chico tatuado venía detrás de mí, distraído, como si no existiera más mundo que el suyo. Respiré hondo, me armé de valor y me acerqué con timidez.
—Disculpa que te moleste… es que… me perdí, necesito ir a la Estacion Central y no sé qué hacer —dije, intentando no tartamudear.
Me miró con sorpresa, como si no entendiera por qué alguien como yo le hablaba. Suspiró, algo resignado, y respondió:
—Vamos, te acompaño. Yo también voy para allá.
Sin más, me tomó de la mano y empezó a caminar a paso firme. Su “normal” era casi un trote para mí.
—No puedo caminar tan rápido —protesté, con la voz entrecortada.
Se detuvo en seco, bajó el ritmo sin soltar mi mano, y me dijo con naturalidad:
—Yo siempre hago esto. Vengo a Naranjal y me subo a un bus a Estación Central, o a la que me convenga. Así puedo ir sentado.
En mi cabeza: Eres un genio.
—Eso es muy ingenioso —le dije—, ¿pero no pierdes mucho tiempo?
—No. Siempre salgo con anticipación. Y además el Metropolitano es rápido.
Llegó un bus y nos subimos. Él apartó dos asientos para que fuéramos juntos, con ese gesto casi protector que no esperaba de alguien como él. Me senté a su lado, algo más tranquila, y en un intento por llenar el silencio, le hablé de mi nueva página de crítica política. Sacó su celular, buscó el enlace que le mostré y empezó a revisarla con atención. Sus cejas se arquearon un poco, como sorprendido. Dijo que le parecía interesante, diferente, con “actitud” —esa fue la palabra exacta.
Le pedí que la siguiera… y lo hizo, sin dudar.
Seguimos conversando. Me contó que era tatuador, que solía trabajar por encargo y que le gustaban los diseños con símbolos antiguos. Me preguntó si quería hacerme un tatuaje. Le dije que ya tenía tres.
—Entonces te hago otro —me dijo con una sonrisa que rompía todo el metal de su fachada.
—Sí, me gustaría —le respondí, sin pensar demasiado.
Intercambiamos números para coordinar, pero en el fondo, sabíamos que aquel cruce de teléfonos era más que logística. Era una promesa no dicha. Una posibilidad suspendida.
Bajé en Estación Central. Busqué “Paseo Colón” en Google Maps y… nada. Me acerqué a un señor y le pregunté dónde quedaba. Con mal humor, me dijo:
—Camina tres cuadras por acá.
Fui obediente. Caminé mis tres cuadras en línea recta, todavía con la adrenalina rebotando por dentro como un eco sordo. Llegué a una de esas farmacias grandes y reconocidas, con toldo azul impecable, letrero luminoso y vitrinas repletas de productos ordenados con precisión quirúrgica. Entré a comprar unas pastillas que me hacían falta —esas que uno siempre posterga hasta que el cuerpo ya no negocia.
Mientras esperaba a que la técnica las buscara en el sistema, aproveché para preguntar por Paseo Colón. Ella apenas levantó la vista cuando un vendedor ambulante, que ofrecía curiosidades en una mesita plegable junto a la puerta, se adelantó a responder, con ese tono de quien se sabe dueño del territorio.
—Tienes que bajar hasta la estación del Metropolitano —me dijo, señalando con el mentón hacia el sur—, y luego caminar a la derecha, hasta llegar a la España. De ahí, cruzas a la izquierda.
—¿A dónde vas? —añadió, más curioso que desconfiado.
—A Chaclacayo —respondí con una sonrisa liviana.
—¡Ah, claro! Por ahí hay jaladores que gritan “Chaclacayo, Chaclacayo” como si les pagaran por decibelios —respondió, convencido, mientras acomodaba unos llaveros de equipos de fútbol entre encendedores y peluches con luces.
Le agradecí y retomé el camino, volviendo sobre mis pasos por donde había venido. Pero tres cuadras después, algo no cuadraba: aún no aparecía la Estación Central. Saqué el celular, revisé el mapa con más calma… y ahí estaba el error: me había desviado un par de cuadras sin darme cuenta, como si mis pies hubieran tomado una decisión por su cuenta.
Justo entonces, él me llamó. Se notaba su tono —un poco preocupado— porque no le daba señales desde hacía rato. Le mostré la calle por videollamada, girando la cámara para que viera lo mismo que yo: veredas estrechas, combis veloces, muros interminables. Intentó ayudarme y comenzó a darme indicaciones con la mejor intención del mundo. Yo obedecí.
Llegué al famoso muro de metal —ese que esconde la construcción interminable de Paseo Colón, como una barrera futurista puesta para probar la paciencia de los peatones— y ahí todo se complicó. Él, al verlo desde la pantalla, creyó reconocer el punto y me mandó por la derecha… pero era una trampa visual. El camino estaba cerrado por obras y el rodeo era larguísimo. Avancé unos metros hasta darme cuenta del error, y tuve que regresar toda la vueltaza, con el sol golpeando y un humor cada vez más ácido, renegando por dentro como si el asfalto me oyera.
Más adelante me dijo que camine por otra calle… pero se volvió a equivocar. Me hizo regresar otra vez. Finalmente, ubicó la calle por las casas de los alrededores y me indicó el camino correcto.
Y ahí entendí por qué no encontraba nada: Paseo Colón ahora se llama “Av. 9 de Diciembre”, y como él no vive en Lima, no sabía del cambio. Encontré a los jaladores, subí al carro y finalmente me fui rumbo a Chaclacayo.
El viaje tomó dos horas. Y ahora estoy aquí, frente a la computadora, sin poder dormir… escribiendo esta pequeña gran aventura:
Perdida en la ciudad de Lima.
No sé si llegué a tiempo, pero llegué con historia.
Y a veces, eso basta para sentir que el viaje valió la pena.
Desde alguna parte de mí,
Dama Oscura
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